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Fotograma de 'El camino'.
El príncipe destronado
En mi opinión, las letras de Delibes y la imagen en movimiento no se llevan bien. Las interpretaciones planteadas por los realizadores en diferentes formatos, en el transcurso del tiempo, constituyen, en líneas generales, acercamientos intimidados o tergiversaciones anodinas. La corriente específica de las expresiones y la sofisticación de las visiones concebidas en los textos, por la razón que sea, pierden talante en el traslado y la transformación, acaso por la equivocada exigencia de permanecer fiel al modelo original.
Ni siquiera, Los santos inocentes (Mario Camus, 1984), uno de los largometrajes más unánimemente celebrados de la cinematografía española, logra de veras hacer realidad el vínculo y la discusión. Y esto no se debe, por ejemplo, a la aceptable decisión de convertir una manifestación experimental en una obra de movimientos tradicionales y académicos. No, es otra cosa más indefinida, puesto que pasa por materias tan difíciles de intelectualizar en el arte como la maravilla. El camino
La novela se desarrolla en una pequeña aldea cántabra en la época de la posguerra y enuncia un feliz retrato sentimental en virtud de la observación de caracteres diferentes y complementarios
He escrito, conscientemente, al principio del párrafo anterior, “en líneas generales” porque en todo este asunto problemático de la relación del escritor con los derivados de su obra hay, en efecto, una excepción que vendría a confirmar la norma. Se trata de Función de noche (1981), el descarnado retrato de Lola Herrera y Daniel Dicenta conducido por Josefina Molina. Esta afirmación, por supuesto, tiene algo de trampa, dado que, recordará el lector, la huella de Delibes en la película permanece en un segundo plano. Probablemente al encontrarse en el conjunto su “Cinco horas con Mario” en una situación suplementaria, en todo caso a simple vista, la transición y los reajustes son más naturales. No cabe duda, además, de que la energía sin controlar de la actriz hace posible el milagro de la eficaz adaptación de una pieza que, por añadidura, ya ha conocido una notable mutación en artefacto teatral.
Función de noche es, en realidad, en unos ciertos tramos, una espléndida versión sui géneris del libro. Molina no solo se ocupa del manejo de un singular dispositivo inspirado en el Cine Directo, también gestiona la dirección del espectáculo. ¿Es esta la primera ocasión en que se acerca a la escritura de Delibes? No, solo un año y medio antes del estreno en Madrid de la obra de teatro, a finales de noviembre de 1979, presenta en TVE una miniserie sobre la tercera novela publicada por el vallisoletano, El camino. La conclusión de este proyecto, sin embargo, es muy distinta. El camino

Fotograma de ‘Función de noche’ (1981).
Las ratas El camino
La novela se desarrolla en una pequeña aldea cántabra en la época de la posguerra y enuncia un feliz retrato sentimental en virtud de la observación de caracteres diferentes y complementarios, muy especialmente Daniel, el Mochuelo, quien se marcha a la ciudad porque su padre, el quesero, quiere que progrese. Los recuerdos y las impresiones del chico de once años fluyen, casi sin control, la noche antes del viaje y, en resumen, configuran la descripción singular de la localidad y también, en conclusión, el peculiar estilo narrativo del autor. La circulación continuada de memorias y opiniones, la búsqueda incesante de rincones sobre el folio en donde fijar los pensamientos desordenados, proporcionan enseguida al libro una encomiable belleza ligeramente experimental. El camino
¿Está todo eso en la variante facilitada por Josefina Molina? No. O sea, sí, la serie pasa en un escenario semejante habitado por el Mochuelo y sus vecinos, y una selección de estos, acertadamente, justifican la suficiente atención de la realizadora para determinar luego su retrato en imagen, como las Guindillas, el Moñigo, el Tiñoso o Quino el Manco. Estos sujetos cazados, sin cesar, por la cámara son, ciertamente, clones de celuloide de los introducidos en la novela. Ahora bien, también aparecen por las secuencias en forma de autómatas programados con consignas elementales o teledirigidos con apresuramiento y una cierta negligencia.
Dentro del mundillo retratado, a la realizadora, a decir verdad, solo parecen importarle las jugadas de la fanática de Amparo Baró, Lola la Guindilla, la dueña de la tienda de ultramarinos
En el pequeño universo montado por Molina y su equipo sobre la base de los diseños de Delibes, el Mochuelo, interpretado por Fernando Aguilera, renuncia a su posición de privilegio y se convierte en una figura casi circunstancial, una especie de frágil atadura emocional con los verbos pasados. El niño y sus tres amigos dan una vuelta apáticamente por la imagen durante cuatro capítulos escenificando travesuras y contestaciones inocentes al sistema de los adultos. En el quinto, verdad es, sacan fuerzas imprevistas y forman el más logrado del producto. Pero de eso hablaremos después. El camino

Amparo Baró es Lola la Guindilla en ‘El camino’.
Dentro del mundillo retratado, a la realizadora, a decir verdad, solo parecen importarle las jugadas de la fanática de Amparo Baró, Lola la Guindilla, la dueña de la tienda de ultramarinos, y a quien, según una cierta visión, se podría señalar como la villana de la función. La idea de apartarse del crío con la intención de ofrecer con la imagen televisiva algo como una panorámica rotativa de los hechos es interesante. El proyecto de brindar una Cara B de la novela, y también de esa primera adaptación de 1963 por Ana Mariscal en el formato largometraje, cambiando la trascendencia de las voces y las formulaciones de relato es un hallazgo. El camino
Pese a desarrollarse en un tiempo tan angustioso y dañino como la posguerra española, cargado de represión y miseria, Molina enseña, en esencia, una aldea despolitizada y complacida en sus redundantes coreografías pasadas de moda
El inconveniente de todo esto es que solo es una teoría, una opinión expuesta en estas líneas, y aunque, en la práctica, el enfoque exista y se contemple, el resultado final es tan desilusionante que no importa demasiado. En contraste con el Mochuelo literario, la Guindilla de la serie es una mamarracha vehemente y tradicional, una figura completamente inocua. ¿Por qué? Primero por la determinación superficial en la traducción y a continuación por la afectada gestión de la actriz. A decir verdad, solo hay un instante donde esta mujer consigue removernos. Hablo del final del primer capítulo, cuando castiga con insoportable crueldad psicológica a su hermana Irene (Alicia Hermida) por la malograda fuga con un hombre al que ama.
Parábola del naufragio
La comparecencia firme de la Guindilla edulcorada me descubre algo bastante más peliagudo y molesto. El procedimiento persistente de dulcificar episodios y amortiguar guantazos conmociona, de manera decisiva, la materialización en imagen de un necesario espíritu crítico moderno. Puedo entender la realidad de una cierta tibieza de la novela original a causa de la coyuntura nacional terrible donde aparece, pero me cuesta más asimilar la equidistancia indiferente de la serie. El camino
Sé que esto es, sin duda alguna, un conflicto personal, y que para otro espectador no supone necesariamente un obstáculo. Pero para mí es crucial, y no me sirven justificaciones de precisión al material inicial. Así, pese a desarrollarse en un tiempo tan angustioso y dañino como la posguerra española, cargado de represión y miseria, Molina enseña, en esencia, una aldea despolitizada y complacida en sus redundantes coreografías pasadas de moda. La realizadora, desde detrás de la cámara, sonríe lo mismo al cura que al herrero.

Fernando Aguilera es Daniel ‘El mochuelo’ en ‘El camino’.
Una decisión así, atenta o no pero indudablemente política, choca bastante, por las dos orillas, en un tiempo tan involucrado y poco dado a lo ambiguo y lo confortable como el de la Transición, como mínimo respecto a las aproximaciones al pasado más reciente y grave con las cámaras. Sin embargo, por encima de fidelidades caprichosas, no creo en una deliberada humanización entregada por la serie del sistema franquista y sus agentes miserables en los pueblos. Pienso que esto es un accidente provocado, hasta cierto punto, por el manejo habitual de la directora de sus proyectos.
El camino es un fiasco por su manifiesta falta de alma […] una panorámica vacía llega a los espectadores ahogada e inmediatamente constata sus contratiempos en las relaciones entre planos y elementos naturales
Josefina Molina, hija de la pequeña pantalla, tiene lo mejor y lo peor de muchos de los organizadores de imágenes televisivas del pasado. Sabe encontrar la esencialidad de los temas y ocuparse de los cometidos con celeridad, pero estos métodos hacen fracasar, por lo general, las empresas por la decisiva falta de matices y, a fin de cuentas, corazón. En este momento, mientras nos acordamos de las raras singularidades de Función de noche, llegamos a la mejor conclusión: El camino es un fiasco por su manifiesta falta de alma. El hundimiento no tiene que ver con la indeterminación política, el cambio de responsabilidades en el ecosistema visitado, o la acelerada concreción y disposición de las imágenes. Una panorámica vacía llega a los espectadores ahogada e inmediatamente constata sus contratiempos en las relaciones entre planos y elementos naturales.
Diario de un emigrante
A pesar de todo, en el alboroto resplandecen chispas solitarias y pasajeras. La tosquedad intensa de la secuencia de la boda del fin del capítulo dos enciende lámparas de carácter, acaso porque la cámara se aparta de las letras y escarba, por primera y única vez, en los sentidos de los cuerpos observados y vinculados. Asimismo, estas imágenes dan fe de uno de los descubrimientos más destacados del conjunto, a pesar de su naturaleza fortuita. El camino
Acá se exhibe muy bien la insólita relación entre los dos bandos interpretativos convocados, el formado por los artistas profesionales, impulsados por un correcto Antonio Gamero vestido de cura, y el de los aficionados, organizado, ante todo, con los niños. Ninguna de las parte está, en realidad, en el tono adecuado. Unos sobreactúan todo el rato y parecen demasiado engreídos a consecuencia de una cierta querencia por las acentuaciones teatrales, y los otros se mueven con torpeza por el cuadro, como animalillos asustados, mientras lanzan fugaces miradas prohibidas al objetivo de la cámara. Estos profundos desequilibrios de color y formas precisan, con todo y maravillosamente, una inusual unificación desactualizada.

‘El camino’ está disponible en RTVE Play.
Con anterioridad, apunté al capítulo 5 como el más relevante de la serie. Es así. Varios de los temas de Delibes aparecen en la imagen, al fin, enérgicamente, como la relación del individuo con la naturaleza o la presencia de la muerte, registrada ya antes con el suicidio de Josefa (Paloma Hurtado). También se trata del corte mejor hilado y comentado, tal vez porque restablece el punto de partida del libro y coloca a Mochuelo en el centro casi desde cero.
El comienzo no puede ser mejor: el chiquillo especula con Irene, la Guindilla menor, todavía muy herida por el abandono del amado, a propósito de las complicaciones de la vida, en base a un interrogante tan ingenuo como potente: ¿Por qué el mundo está tan mal organizado? Sobre esto los dos filosofan torpemente, frente a la cámara, al tiempo que las sombras de la muerte empiezan a teñir la característica luz dura de la aldea. Al final los augurios fatídicos se cumplen y cada pieza debe recolocarse persiguiendo la perduración ideal e imposible.
Paradójica y efusivamente, en este retal con apariencia de verso suelto del capítulo 5, en su negación del gris academicismo controlador, se siente una hermosa traducción no nata de las palabras de Delibes
Justo al final de todo surge el pequeño milagro, en ese plano de cierre tontamente ensuciado por los créditos artísticos y técnicos del producto. Se trata de una imagen cerrada sobre el rostro lloroso de Mochuelo. Está a punto de marcharse a la ciudad, o quizá ya lo ha hecho y de esta toma hasta ahora desconocida, en efecto y mejor o peor, han circulado todas las secuencias. Como sea, es una imagen conmovedora de aflicción y dudas llena de sentidos. La desmañana concreción acaba por ceder ese peculiar vientecillo de prodigio. El pequeño actor no transmite adecuadamente las emociones del personaje, el plano sostenido tiembla y no está demasiado bien iluminado. Sin embargo, paradójica y efusivamente, en este retal con apariencia de verso suelto, en esta negación del gris academicismo controlador, se siente una hermosa traducción no nata de las palabras de Delibes.