Warning: Undefined array key 0 in /var/www/clients/client2/web30/web/wp-content/themes/serielizados2025/single.php on line 151
Warning: Attempt to read property "ID" on null in /var/www/clients/client2/web30/web/wp-content/themes/serielizados2025/single.php on line 151
Comparte
Fotograma de la serie 'Último acto' (Movistar Plus+).
Ceci n’est pas une pipe (Esto no es una pipa) escribió el pintor belga René Magritte en un cuadro en el que había pintado una pipa. Esta obra, cuyo título original es La trahison des images (La traición de las imágenes), puso sobre la mesa un debate clave en la historia del arte. Lo hizo con una afirmación que, por sencilla que parezca, tiene una carga filosófica profundísima: la obra de Magritte no es una pipa, es la imagen de una pipa. Último acto
Partiendo de esa lógica, imaginemos la siguiente situación: en una obra de teatro, uno de los personajes es nazi. Cualquier espectador entenderá que el actor que de vida al personaje es la imagen de un nazi, no un nazi verdadero. Pero la cosa se puede complicar. ¿Qué pasaría si el actor que da vida al nazi es realmente un nazi interpretándose a sí mismo? En ese caso, la frontera entre ficción y realidad –entre imagen y realidad– se diluye. Nos adentramos en una neblina donde nos será mucho más complicado distinguir entre aquello que se representa y aquello que es. La pipa no es una pipa, pero lo es.
En casos como este el arte se puede convertir en algo transcendental cuyo impacto tenga el poder de cambiar sociedades enteras. Eso mismo pasó en Suecia en el año 1999. Nazis interpretando a nazis en una obra de teatro, un sistema penitenciario lleno de fisuras y un doble asesinato. Todo eso nos cuenta Último acto (Movistar Plus+).

‘Último Acto’ está basada en hechos reales.
Lars Norén, dramaturgo sueco de fama mundial, fue invitado junto a su productora Isa Stenberg a trabajar con tres convictos de larga duración en una prisión. Desde la dirección de la cárcel se consideró que el proyecto teatral nacido de esa colaboración podía ser un gran vehículo para la rehabilitación de dichos presos. Habían sido ellos mismos, de hecho, quienes habían propuesto la idea con entusiasmo. Dos de ellos, Tony Olsson y Mats Nilsson, eran abiertamente neonazis y habían sido condenados por crímenes violentos.
De esa insólita asociación entre el dramaturgo y los reos nació la obra 7:3, que fue interpretada por todo el país. Para asistir a las funciones que protagonizaban, a los tres presos les fueron concedidos permisos y la libertad condicional en diversas ocasiones. En uno de esos permisos, y tras atracar un banco, Tony Olsson y otros dos compañeros neonazis asesinaron a sangre fría a una pareja de policías que intentaron detenerlos. Suecia quedó conmocionada, y no es para menos.
¿Hasta qué punto es peligroso vestir de ficción un discurso de odio pronunciado por alguien capaz de llevarlo a cabo fuera del teatro?
Como se observa en tercer y último capítulo de la serie, la polémica ya estaba servida mucho antes del doble asesinato. La obra de Nóren estaba plagada de discursos nacionalsocialistas —nazis haciendo de nazis, recordad— y había generado un alud de críticas. Cuando en la serie se le echa eso en cara al dramaturgo e incluso se le invita a eliminar las escenas con contenido nazi, se escuda en el arte: “Es la verdad. Sin ella, la obra es una gran mentira”. Como creador, se niega a la autocensura. Confía, dicho de otra manera, en que el espectador sea capaz de diferenciar entre imagen y realidad. Pero no es sencillo cuando el discurso nazi lo pronuncia un actor nazi que, además, aprovecha los permisos penitenciarios para tatuarse cosas nazis en el pecho y la espalda.
Resulta aquí ineludible citar la (manida) paradoja de la tolerancia de Karl Popper. Esa paradoja nos dice que ser tolerantes con los intolerantes puede conllevar el dominio de la intolerancia y el fin de la tolerancia. ¿Hay que tolerar una obra de teatro en la que nazis hagan propaganda nazi? ¿Hasta qué punto es peligroso vestir de ficción un discurso de odio pronunciado por alguien capaz de llevarlo a cabo fuera del teatro? En estas cuestiones se mete de lleno el capítulo final de Último acto. A lo largo de una hora asfixiante asistimos a la cocción a fuego lento de un desastre inevitable y narrado de forma sublime. No sorprende que la serie se llevará el galardón a Mejor Serie Internacional en el último Serielizados Fest.

Maria Sid y David Dencik interpretan a la productora Isa Stenberg y el dramaturgo Lars Norén.
El creador de la serie, Pelle Rådström, sabe muy bien que donde la historia entra en ebullición es en la frontera cada vez más indefinida entre realidad y ficción —entre la identidad real de los presos neonazis y los personajes que interpretan en la obra. Prueba de ello es el inicio del tercer capítulo. En un camerino vemos cómo maquillan a los actores reales que dan vida a los tres asesinos de policías, entre ellos Tony Olsson, interpretado en la serie por Martin Nick Alexandersson. Estamos viendo, pues, a Alexandersson preparándose para interpretar a Olsson que a su vez dentro de la serie interpreta a un Olsson de ficción. La cantidad de capas es abrumadora. Lo real y lo representado está tan enmarañado que su distinción, a lo mejor, hasta deja de tener sentido. De ser posible.
Retrata los fallos del sistema penitenciario sueco y el oportunismo político que lo intoxica todo
Lo cierto es que el capítulo final de la serie abre debate tras debate, estimula sin cesar la mente del espectador confrontando lo ético con lo artístico. Muestra el miedo de los presos al fracaso de la obra, además del temor por su seguridad personal y su vulnerabilidad tras el abandono de Nóren, y a la vez nos recuerda constantemente el odio volcánico que les corroe por dentro y su naturaleza violenta. También retrata los fallos del sistema penitenciario sueco y el oportunismo político que lo intoxica todo, incluso un proyecto de rehabilitación nacido con buenas intenciones. Es una narración profundamente humana porque se libra a la contradicción constante, presente siempre en la oposición entre representación y realidad que impregna toda la serie.

‘Último Acto’ está disponible en Movistar Plus +.
Decía Foucault en el ensayo clásico Vigilar y castigar que en las sociedades panópticas —¿qué hay más panóptico que el mundo representado en una obra teatral?— el delincuente es producto de la institución carcelaria. “Si bien es cierto que la prisión sanciona la delincuencia, ésta […] se fabrica en y por un encarcelamiento que la prisión, a fin de cuentas, prolonga a su vez”. Un preso es entonces un delincuente interpretándose a sí mismo en un escenario llamado cárcel, en cierto modo. Una idea que hace peligrar el concepto de rehabilitación y convierte a los presos de Último acto en actores por partida doble.
A pesar de la complejidad del tema tratado, la serie narra la historia con una simplicidad hiriente. Es uno de tantos motivos que la convierten en una obra suprema
Como hemos ido diciendo a lo largo del artículo, tanta representación (artística o social) hace que la persona y la imagen de la persona tienden a mezclarse hasta convertirse en esencialmente lo mismo. Esa dualidad convierte al espectador también en un agente doble: es espectador, sí, pero también es juez. No puede ser el uno sin ser el otro, además. Y a pesar de la complejidad del tema tratado, cabe destacar, la serie narra la historia con una simplicidad hiriente. Es uno de tantos motivos que la convierten en una obra suprema.
Como toda buena serie, Último acto genera muchas más preguntas que respuestas. ¿Esto es una pipa? ¿Esto es un nazi? Sí. También no. Todo a la vez. Y en la imposibilidad de dar una respuesta satisfactoria a cuestiones tan trascendentales, los monstruos hallan un lugar idóneo para crecer, bramar, afilar los colmillos. Actuar. Matar.