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Sí, esta es la miniserie de los cuatro episodios rodados en plano secuencia. Un notable logro de planificación y técnica cuya dificultad, probablemente, quede relativizada gracias a la tecnología, pero cuyo impacto narrativo sigue siendo palmario. Así que, sí, esta es la miniserie de los planos secuencia pero también, y por encima de todo, es uno de los más lúcidos retratos de lo que significa ser adolescente en nuestros días. Adolescencia Netflix
Sí, esta es también la miniserie que reconfirma por enésima vez, como si no lo supiéramos, que Stephen Graham es un actor superlativo, extraordinario, menuda bestia parda. Y ojo, porque también es cocreador y coguionista, junto a Jack Thorne, de la que es, probablemente, la mejor serie que Netflix haya estrenado desde la añorada Mindhunter. No parece casual la apuesta de Graham por el plano secuencia y la entrega de las llaves del proyecto al director Philip Barantini, tras su relevante experiencia en común con aquella inmersión en la cocina de un restaurante que fue Hierve (2021).
La verdadera sacudida emocional de Adolescencia está en sus abundantes lugares comunes
Cierto es que la premisa, el asesinato a puñaladas de una chica a manos supuestamente de un compañero de clase, es extrema hasta el infinito. Pero, bajo el disfraz de un caso policial que haría relamerse a Carles Porta, la verdadera sacudida emocional de Adolescencia está en sus abundantes lugares comunes, todos esos que reconocemos en nuestro entorno y en el día a día de nuestros hijos, sobrinos, vecinos o retoños de amigos. Adolescencia Netflix
Lo que nos conmociona de esta historia está entre las paredes de un instituto, en las relaciones de los chavales con los profesores y con otros chicos y chicas de su edad. También en el hogar, dulce hogar, y en los vínculos familiares, en el papel que los padres desempeñan en la educación de sus hijos, en el cada vez más profundo abismo que les separa y en el tremendo despiste, cuando no directamente desidia, en el que viven respecto a lo que ocurre en el interior de sus habitaciones.

Un portentoso Owen Cooper interpreta a Jamie, el protagonista de ‘Adolescencia’.
En Adolescencia se habla de un acoso escolar que se ha sofisticado con las redes sociales, de la hipersexualización que invade y machaca a niños y niñas que apenas han llegado a la pubertad, de la influencia de youtubers e influencers cuyos mensajes nadie controla por peligrosos que resulten, de la presión estética y de una autoestima tan frágil como la cáscara de un huevo, o de la transformación, si no directamente desaparición, de valores que creíamos firmemente enraizados. Quizás por lo que la serie impresiona a nivel temático y narrativo, el atractivo dispositivo formal elegido para contarla (lo cachondos que nos pone un plano secuencia) nunca es una rémora o una distracción que eclipse lo verdaderamente importante. Todo lo contrario.
El plano secuencia se siente un mecanismo a favor de obra, que potencia la angustia y la tensión hasta el infinito […] la intensidad de Adolescencia nunca decae
El primer episodio de Adolescencia es un brutal ejemplo de cómo la forma puede magnificar el discurso: durante una hora y a tiempo real veremos cómo un equipo policial de élite tira abajo la puerta de los Miller, una desconcertada familia obrera que no logra entender que toda esa aparatosa parafernalia esté dirigida a la detención de Jamie (prodigioso Owen Cooper), un chaval de 13 años. Los agentes se lo llevan a comisaria, y el espectador seguirá, al borde del ataque de ansiedad, la traumática peripecia del crío ante los procedimientos a los que se verá sometido: de la lectura de unos derechos que entiende a medias hasta la toma de huellas dactilares, de un registro corporal invasivo a un interrogatorio y una presentación de evidencias que parece desmontar el constante grito del muchacho: “No he hecho nada, no he hecho nada, ¿me crees, papá?”.
En ese primer capítulo, el plano secuencia se siente un mecanismo a favor de obra, que potencia la angustia y la tensión hasta el infinito. Pero ese recurso estilístico seguirá siendo un acierto en los otros tres episodios, porque la intensidad de Adolescencia nunca decae: en el segundo, temporalmente situado tres días después del arresto, acompañaremos a la pareja de detectives investigadores del caso (Ashley Walters y Faye Marsay) hasta la escuela en la que estudiaban víctima y (supuesto) verdugo. Es interesante cómo se convierte el instituto en, casi, una zona de guerra: profesores hastiados, irritados, o superados por comportamientos intolerables que se ven incapaces de abortar; peleas, insultos y acoso; un desalojo ante una falsa alarma de incendio… la coreografía que pide el plano secuencia se antoja más complicada que nunca, rematada en una persecución a toda carrera y una nueva detención.

Ashley Walters es el detective encargado del caso en ‘Adolescencia’.
Es entonces cuando el policía encuentra un inesperado cómplice en su propio hijo, también alumno del centro y también puteado por uno de los matones de su clase. El chico, avergonzado por lo desorientado que está el padre en su investigación, le abre los ojos a los códigos comunicativos en los comentarios de instagram: ¿qué significa un corazón de color púrpura y en qué se diferencia de uno amarillo? ¿Qué implica un emoji con forma de pastilla roja? ¿Qué es eso del 80/20? Un idioma propio de la adolescencia que los adultos desconocemos o ignoramos, pero que podría dar la clave de las motivaciones del crimen.
Y que, aquí, enlaza con el concepto incel, la machosfera y el imparable alcance del mensaje de influencers de extrema derecha como Andrew Tate, apóstol de la misoginia. También es aquí cuando, en boca de la detective que interpreta Faye Marsay, se da otra clave: “Hemos seguido a Jamie durante todo este caso… y la víctima no importa. Todos recordarán a Jamie, nadie la recordará a ella”. La víctima revictimizada, incluso cuando ya no tiene una vida que perder.
La serie es un tremendo grito de advertencia ante nuestra ceguera, o nuestra despreocupación porque suficiente tenemos con lo nuestro
Adolescencia continúa cambiando el espacio y el foco de atención en un tercer episodio planteado como una pieza de cámara. Siete meses después de la detención, el joven Jamie aguarda el juicio de su caso en un Centro Educativo de Internamiento, eufemismo para definir lo que viene siendo la sala de espera del reformatorio. Y seremos testigos del encuentro del chico con la psicóloga clínica (Erin Doherty) encargada de evaluar su estado. De nuevo se masca la tensión en una hora de conversación que navega de la empatía a la agresividad, de la compasión al puro terror. Al estilo, salvando las distancias, de las charlas entre Hannibal Lecter y Clarice Starling en El silencio de los corderos.

‘Adolescencia’ está al completo en Netflix.
El relato se remata trece meses después del crimen, en un desgarrador cuarto capítulo protagonizado por los padres (increíbles Stephen Graham y Christine Tremarco) y la hermana (Amelie Pease) del acusado. Los Miller intentan seguir adelante, siempre señalados, cuando no directamente acosados. Una pintada en la furgoneta del padre activará el corazón de una subtrama que, de nuevo, se narra apoyada en la potencia del plano secuencia. Y todo se encamina hacia otra de las grandes cuestiones que plantea la serie: ¿cuál es la responsabilidad última de la familia ante los actos de un menor de edad? ¿Pudimos hacerlo mejor? ¿Somos buenos padres?
Uno recomendaría el visionado de Adolescencia a todo aquel adulto que tenga a menores a su cargo, aunque exista la posibilidad de una reacción en forma de ictus, tal es la descarnada apuesta de la trama. La serie es un tremendo grito de advertencia ante nuestra ceguera, o nuestra despreocupación porque suficiente tenemos con lo nuestro. Como si lo nuestro no implicara haber intentado poner freno a una realidad que ya se nos ha ido definitivamente de las manos.

Unos increíbles Christine Tremarco y Stephen Graham interpretan a los padres de Jamie en ‘Adolescencia’.