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Malachi Kirby en 'Mil golpes'.
Mil golpes es una nueva muestra del Steven Knight más folletinesco, como si su prolífica carrera se dividiese en dos corrientes claramente diferenciadas, una dada a la fabricación de divertimentos más o menos resultones (The Veil, See) y otra centrada en proyectos más ambiciosos, ya sea desde un punto de vista sociológico (This Town), temático (Taboo) o histórico (Los hombres del SAS), sin olvidar su permanente contacto con determinado cine de autor, tal y como reflejan sus colaboraciones con Pablo Larraín (Spencer, María Callas), sus guiones para Negocios ocultos (Stephen Frears, 2002), Promesas del este (David Cronenberg, 2007) o Locke (Steven Knight, 2013) su notable debut en el campo de la dirección.
Pues bien, su nueva producción para Hulu, que en nuestro país se puede ver al completo a través de Disney +, es una mezcla entre Peaky Blinders (Steven Kinght, 2013-2022), sin duda su mayor éxito hasta la fecha, y Warrior (Jonathan Tropper, 2019-2023).
La carga ideológica de la serie, tanto desde la perspectiva de la descolonización como desde una óptica feminista, es de baja intensidad
Knight nos traslada al Londres victoriano de la mano de dos inmigrantes jamaicanos, Hezekiah (Malachi Kirby) y Alec (Francis Lovehall), que llegan a la madre patria en busca de oportunidades. Pronto descubrirán que la violencia que los colonos ejercen en su isla natal no se aparta demasiado de la hostilidad con la que les recibe la capital del imperio. Solo la fortuna, y la habilidad de Hezekiah con el mandarín (su abuela era china), les conseguirán un sótano en el que pasar la noche durmiendo con las ratas. Su hospedero recibe el nombre de Lao (Jason Tobin) y será este humilde regente de una pensión de mala muerte el que conecte a los dos jamaicanos con las dos personas que les cambiarán la vida: Mary Carr (Erin Doherty) y Herny ‘Sugar’ Goodson (Stephen Graham).
A partir de aquí, Mil golpes despliega dos líneas narrativas que convergen constantemente y que podemos asociar a esos dos personajes. La primera tendrá que ver con el submundo de las peleas clandestinas, fuente de sustento inmediato para Hezekiah y Alec, cuyos físicos privilegiados solo necesitan de un mínimo entrenamiento y de un par de lecciones a propósito de las malas artes dentro del cuadrilátero para granjearse un buen nombre en el circuito local.

Malachi Kirby es Hezekiah en ‘Mil golpes’.
El origen de esta trama pugilística lo encontramos en las películas deportivas, con sus fases de derrota, formación, sucesión de combates/partidos y triunfo (total o parcial) final, que llevarán a Hezekiah a aprenderse las normas del marqués de Queensberry y a pelear, ni más ni menos, que por el título mundial.
El epicentro de este arco dramático, y en realidad el espacio del que emergen casi todos los conflictos, es el Blue Coat Boy, el pub regentado por los hermanos Goodson en cuya trastienda se levanta un pequeño ring del que Sugar es amo y señor. Primero, porque es de su propiedad. Después, y sobre todo, porque se necesitaría un martillo pilón para tumbarle. Hablamos de un boxeador con más peligro que Caín en La isla de las tentaciones.
El segundo hilo argumental lo protagoniza Mary Carr, encarnada por una espléndida Erin Doherty, ama y señora de la función, líder de las Forty Elephants, un grupo de mujeres criminales que se dedica al hurto al por menor y que prepara un golpe mayúsuculo, robar la vajilla de plata que la mismísima reina Victoria pretende regalarle al embajador chino, para el que Hezekiah se convierte en una pieza fundamental. Por cierto, existieron de verdad.
Esta primera entrega solo es el pliego inicial de un relato de mayor amplitud, tal y como refrenda el final de la temporada
Así pues, y como en Peaky Blinders, nos encontramos con un period crime drama que, por un lado, nos muestra los procederes y las desavenencias de una banda organizada, en este caso femenina, con un garito como centro de operaciones y con el East End londinense como telón de fondo.
Del otro lado, y como en Warrior, tenemos a inmigrantes mazados metidos en un contexto criminal, dando la comunión sin necesidad de solicitud previa y ciscándose en el Imperio Británico y su colonización a la que pueden. Sepan, también, que la carga ideológica de la serie, tanto desde la perspectiva de la descolonización como desde una óptica feminista, es de baja intensidad. Ellas aprovechando los roles asistenciales que les asigna la sociedad para sacarse unos cuartos y ser (más o menos) independientes, ellos queriendo hackear la blancura del sistema injertándose en su rama deportiva.

Una estupenda Erin Doherty interpreta a Mary Carr, la líder de las Cuarenta Elefantas.
Con estos mimbres ya pueden hacerse una idea de que están ante una serie tan vistosa y vibrante como superflua. Si antes hemos hablado de concepción folletinesca es porque Knight no teme presentar personajes con tardía temeridad, ya sea el de ese diplomático llamado Lonsdale (Adam Nagaitis), aficionado al boxeo que organiza la recepción de la delegación china (capítulo 4), o el del hampón de la zona al que no conoceremos hasta el episodio final, pruebas de que esta primera entrega solo es el pliego inicial de un relato de mayor amplitud, tal y como refrenda el final de la temporada.
Pero no es ese detalle el único que nos lleva a identificar Mil golpes con tan inveterada tradición –Dios tenga en su gloria a Dick Turpin– pues ahí están los numerosos golpes de efecto que retuercen la historia, los personajes estereotípticos (Sugar por encima de todos), la utilización de la elipsis no como condensador dramático sino como truco ilusionista (la huida de Lao de la cárcel), la recurrencia al concepto de Destino para generar giros de guion, … Todo lo que acontece durante ‘el gran golpe’ es tan verosímil como una comparecencia de Carlos Mazón: enemigos antiguos traídos desde China por la diosa Fortuna, todo el servicio encerrado en la cocina durante un buen rato sin intentar escapar ni hacer ruido alguno y sin que ningún miembro de la socialité londinense les eche en falta, etcétera.
La pulcritud en la reconstrucción de los escenarios, el diseño de ambientes, el visible choque entre el East End y el West End… Como buen espectáculo pirotécnico, ‘Mil golpes’ brilla mucho y se agota pronto
Todo ello por no hablar de ese improbable relato de ascenso social que se nos propone, por otro lado tan presente en determinada novelística victoriana, aunque formulado de otros modos. Aquí no hay herencias inesperadas, benefactores secretos o matrimonios interclasistas, aquí solo se escala utilizando el fingimiento y la mentira como crampones (Mary Carr) o dominando un sistema de violencia regulada, por más que resulte difícil de creer que el temprano éxito pugilístico de Hezekiah le garantice, quizá con excesiva prontitud, un lugar en la mesa de las élites.
En cualquier caso, y más allá de las muchas, muchísimas licencias que los guiones tutelados por Steven Kinght se permiten –algo de lo que también se puede acusar a Peaky Blinders– uno se queda con Mil golpes por una trepidación cuyo diapasón rítmico viene fijado por la pegadiza banda sonora compuesta por un asiduo de la ficción española como el bonaerense Federico Jusid. Un aviso: se descubrirán silbándola por la calle.

‘Mil golpes’ está disponible en Disney +.
El otro gran valor del proyecto está en su diseño de producción. Mil golpes se abre con una secuencia de créditos en la que los distintos personajes de la serie aparecen capturados en fotografías, carteles o dibujos que parecen entresacados de un archivo correspondiente a la época en la que la historia se ambienta; esto es, 1880.
Ese trucaje, que daría para reflexionar sobre la ontología de la imagen, parte de la idea de que la fotografía reproduce la realidad; aquello a lo que, precisamente, aspira la serie, a ser capaz de devolvernos al Londres de finales del siglo XIX… aunque sea, paradójicamente, desde la ficción y el falseamiento más absolutos.
La pulcritud en la reconstrucción de los escenarios, el diseño de ambientes, el visible choque entre el East End y el West End, el hecho de que, en lo superficial, la verosimilitud no se resienta cuando salimos de cualquier interior –mucho más manejable a nivel de producción– a espacios exteriores, … Como buen espectáculo pirotécnico, Mil golpes brilla mucho y se agota pronto. Y en ese ínterin, uno puede encontrar cierto solaz.