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Crítica de la serie (Netflix)

‘El gatopardo’: Un montoncillo de polvo lívido


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Netflix incorpora a su nómina una nueva adaptación de la novela de Giuseppe Tomasi di Lampedusa. Repartida en seis capítulos, la serie trata de precisar algunos planteamientos originales en su imagen del fin de una época.
El gatopardo

Kim Rossi Stuart coge el relevo de Burt Lancaster en esta nueva adaptación de 'El gatopardo'.

Es un compromiso: después de estas primeras oraciones no voy a referirme a la adaptación de El gatopardo firmada por Visconti en 1963. De hecho, he resuelto no revisarla pese a planificarlo. No le encuentro sentido al enfrentamiento de dos obras totalmente antagónicas ni a la expansión de un ejercicio arrogante y quejumbroso de añoranzas por lo que, según parece, ha desaparecido hoy del plano del audiovisual y sus concepciones.

Con todo, sí me pregunto por las voluntades de los responsables de la actual interpretación de la novela. ¿Por qué volver en el confuso y tenso 2025 a las visiones descritas por Tomasi di Lampedusa hace ya casi setenta años? ¿Acaso el informe proyectado allá de la transformación de Italia en 1860 y el fin de una época puede contribuir a un intento de reflexión e incluso comprensión de nuestros días? A lo mejor.

El gatopardo

Un fotograma de la nueva adaptación de ‘El gatopardo’.

Ya hablé, hace unas pocas semanas, de la estrecha relación del plano de ficción, de cualquier signo, con la imagen real. Sin embargo, y sin, desde luego, tratar de menospreciar las ambiciones artísticas del equipo de la serie, no creo, la verdad, que la oportunidad de meditar acerca de la actualidad sea el estímulo capital. ¿Cuál es entonces? Pienso que, fundamentalmente, al menos por parte de Netflix, seguir sumando contenido de prestigio a su catálogo, para captar a los siguientes clientes, que no espectadores.

Esta estrategia, está claro, justifica la decisión de traducir a la moderna imagen ilustres obras literarias, como, en efecto, El gatopardo o Cien años de soledad. ¿Significa esto que, tarde o temprano, serán presentadas en la plataforma colecciones basadas en Crimen y castigo, de Fiódor Dostoyevski, En busca del tiempo perdido, de Marcel Proust, o incluso Rayuela, de Julio Cortázar, o Ulises, de James Joyce? Suena a exceso, es cierto, pero, a mi parecer, no es imposible, conforme a la lógica contemporánea de mercado. 

¿Toda esta palabrería conlleva, en definitiva, la penalización de la serie dirigida por Tom ShanklandGiuseppe CapotondiLaura Luchetti? No, naturalmente. 

Lo que se ve desde una ventana

Tal cual ocurre en el libro, El gatopardo de 2025 busca conjugar en sus cuadros la escala histórica y la íntima, de acuerdo con la exposición de las vicisitudes, en el tablero de una Italia sujeta a un proceso de enérgica mutación, de una familia de la aristocracia, conducida en el relato por el príncipe Fabrizio Corbera, su hija Concetta, y el sobrino Tancredi Falconeri, a quienes personifican para la cámara Kim Rossi Stuart, Benedetta Porcaroli y Saul Nanni. 

El gatopardo

Tancredi Falconeri (Saul Nanni) y Angelica Sedara (Deva Cassel) dos de las partes de un triángulo amoroso.

El tratamiento de algunas de las secuencias montadas en la esfera privada determina las revelaciones más destacadas del conjunto. Detrás del ojo público, varios personajes intentan, en efecto, moverse y sentir con una libertad conseguida paulatina y dolorosamente. Este trámite se aprecia, a la perfección, en todas las imágenes de intimidad compartidas por Concetta y su primo.

En las primeras, la ligereza de unas jugadas casi infantiles y vergonzosas golpea la gravedad de la tradición encarnada por el patriarca y la sucesión de asuntos decisivos para la comunidad. Mientras el mundo cambia irremediablemente, tras el desembarco de Garibaldi en Sicilia, y son apilados los diferentes discursos trascendentes para los observadores de los eventos, los dos muchachos, de vez en cuando, se fugan, un instante, a los pasadizos íntimos e imaginan románticos dibujos mutuos, sonrojados y cómplices.

En verdad, ‘El gatopardo’ pretende hacer realidad su memorial desde la combinación dimensional. El objetivo no se alcanza por la manifiesta torpeza en el planteamiento y la ejecución de las imágenes mayúsculas.

La relación de Concetta y Tancredi pasa, en realidad, por tres fases enlazadas distintas. La primera, como decía, se asemeja a un imaginario inocente y juvenil. La siguiente, abierta después de la boda del chico con Angelica Sedara (Deva Cassel), la hija del arribista alcalde del municipio donde la familia posee la residencia estival, sigue adelante planteando y tratando distancias y láminas de silenciosos reproches. La etapa más reciente es representada en el último capítulo, un poco antes del fallecimiento del príncipe.

Acá, la pareja, al tanto del fracaso de su cuento sentimental, se une, al fin, físicamente con un beso ardiente, bajo las estrellas, un poco antes de la separación inapelable. El deseo erótico y el empeño de creer en una existencia alternativa, durante un segundo, coexisten con la proximidad de la muerte. A continuación, el avejentado hombre símbolo de una época ya desvanecida perece, lo mismo que la aventura amorosa inviable de los chicos.

Con todo, las tomas de reunión de Concetta y Tancredi no son, en mi opinión, las más conmovedoras y sensibles de la dimensión personal de la serie. Las más fascinantes y bonitas por su carácter cohibido pertenecen al efímero amorío de la joven con el coronel Bombello, seguramente, debido a la notable actuación modesta aportada al grupo por Alessandro Sperduti.

Los versos interrumpidos o no pronunciados, por distintos motivos, y, sobre todo, las miradas enamoradas y pasajeras del hombre resultan los aciertos más expresivos, a pesar de su naturaleza secundaria en la crónica familiar. Todo esto se juzga muy bien en la secuencia del primer baile, cuando él trata sin éxito de sacar a la pista a la muchacha, y también en la de conclusión de su (no) historia, en una capilla, durante la muestra del tiempo final del viejo enfermo. 

Una vueltecita por el pueblo           

Sin duda alguna, las pinturas particulares no circulan conforme a una corriente comparable. Aun así, en líneas generales, dejan muy atrás enseguida el arrojo de las comunitarias o, más exactamente, las históricas. En verdad, El gatopardo pretende hacer realidad su memorial desde la combinación dimensional. El objetivo no se alcanza por la manifiesta torpeza en el planteamiento y la ejecución de las imágenes mayúsculas.

El gatopardo

Benedetta Porcaroli interpreta a Conectta, la hija del Príncipe de Salina.

En gran medida, aun cuando la abundancia de medios es palpable, estas andan con apuros por su escasa verosimilitud, ya sea en un esquema de reconstrucción fidedigna o, al contrario, de representación patente, y por el zumbido engorroso de los numerosos figurantes confundidos. La multitud retratada pasa por alto su envergadura política y se conforma con participar, sin implicación, en un pretendido lienzo complejo organizado con componentes específicos. Esta falta de convicción interna frustra, de igual forma, la posibilidad de arreglar en los exteriores, en la vertiente pública de la serie, una profunda negación de la naturaleza delicada y vaporosa de los interiores.

La visión oficial se atasca en una tierra de nadie e imposibilita la definición de unas contraposiciones emocionantes. No hay un auténtico plano histórico, es decir político y moral. Por tanto, sobre el total, las fotografías íntimas infunden, claro que sí, un cierto ánimo, e incluso entusiasmo, pero, del mismo modo, quedan a la deriva. Hasta podríamos identificarlas en forma de piezas extraviadas de un puzle diferente. 

Esto no es una exageración, pienso. Verdaderamente, la energía y las formas de escogidos planos de interior se sienten extrañas en el grupo. Su sutileza de desplazamientos es muy diferente a la ofrecida frecuentemente, y resumida en redundancias, atrevimiento insuficiente y una contemplación vana. En el capítulo 6 las tensiones del conjunto, frágiles pero ciertas hasta entonces, se desestabilizan sin remedio, y la vulgaridad y los desatinos formales ocupan los mecanismos hasta arruinarlos.

Los distintos personajes no son fantasmas borrosos encerrados en el limbo de la historia. Ahora son manchas sobre una imagen atolondrada. 

La serie concluye con la proyección de un desplome, aun cuando, con el epílogo, intenta dibujar un círculo con el que devolver, de verdad, magnitud a Concetta. ¿Un círculo? Sí, El gatopardo empieza con el regreso de la chica al mundo después de salir del convento. Vuelve para descubrir un universo nuevo en expansión. Con esto aparece una idea feliz para la moderna lectura del libro, el montaje en virtud de la imagen y las experiencias de una figura secundaria. Pese a que este enfoque, en algunos casos, surge, con firmeza, hasta alcanzar la posdata, el desorden prevaleciente y la potencia suministrada al príncipe, o, más bien, a su visión más simple, evitan, inclusive, la formación de auténticos voltajes en la lucha de miradas. 

Sí, la serie da a entender, repetidas veces, que las distintas tiranteces de sus partes son un espejismo. El uso de la luz y los colores no es ajeno a la cuestión. En los cuadros, de un cierto aroma impresionista, priman los tintes ocres. Estas vistas tiemblan, bellamente, con la invasión sesgada de un verde intenso que viene de la naturaleza. Se trata de una linda encarnación de esa soñada conjunción de dimensiones.

Lo vivo –el amor, quizá–, de todas maneras, se abre paso por encima de la añoranza y la herencia. La aspiración, empero, falla otra vez porque la ordenación con la cámara y el montaje de las radiaciones y las pugnas es precipitada. Así, un pensado tan emocionante como emplear en varias secuencias una luz quemada y violenta se convierte en un error y no en un recurso sorpresivo de interpretación de ánimos.

Este resplandor deslumbrante brinda la síntesis perfecta de la derrota de muchas de los frentes de El gatopardo de 2025. Los distintos personajes no son fantasmas borrosos encerrados en el limbo de la historia. Ahora son manchas sobre una imagen atolondrada. 

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